Durante los
últimos meses se ha vuelto a poner de moda el término “zonas de sacrificio”,
acuñado por el célebre periodista estadounidense Chris Hedges, quien no dudó en
rotular así a extensas comunidades de Estados Unidos, empobrecidas y asoladas
por daño medioambiental producto de la extracción de minerales, con una marcada
falta de acceso a calidad de vida y beneficios sociales y económicos, de cara a
la riqueza producida a su costa.
Si bien las
noticias en Chile han centrado el tema en la zona de Quintero-Puchuncaví, al
revisar rápidamente portales de fundaciones como Terram entre otras, podremos
encontrar información detallada de Mejillones, Tocopilla, Huasco y Coronel y
últimamente Isla Riesco en el sur austral, como zonas de sacrificio
medioambiental consolidadas, cada una con su propia dinámica de destrucción y
fatalidad.
Al revisar
bibliografía sobre el tema en cuestión, podemos señalar que esta es tan extensa
como zonas se puedan imaginar que existen, de distinto tipo y características,
desde oceánicas, hasta glaciares, pasando por las afectadas por industria
extractiva de todo tipo, hasta megavertederos en uso y cerrados. Pero hay una
constante dialéctica, preocupante en cada caso que se repite como patrón:
afectación de comunidades pobres y marginales v/s el beneficio de otras ricas y
conectadas; bajos estándares medioambientales de producción v/s supuesta imposibilidad
de inversión productiva; disponibilidad mediata de puestos de trabajo e
ingresos v/s afectación de la salud con riesgo letal; etc.
Es constante
que detrás de los casos de implementación de zonas de sacrificio, siempre se
dan a lo menos dos condiciones repetidas: una es la existencia de una
legislación medioambiental débil o posible de sortear y, escandalicémonos!, la
certeza precedente y absoluta de los daños aparejados al medioambiente y a las
personas con la actividad económica a desarrollar. Incluso, a propósito de
Quintero y Puchuncaví, hay referencias bibliográficas que documentan el llamado
que hizo en 1961 el Gobierno de Chile a los habitantes de la comunidad donde se
emplazaría el Parque Industrial Ventanas, a hacer un “esfuerzo patriótico” en
favor del desarrollo de Chile. Mismos argumentos usados a favor de la consabida
contaminación de El Teniente, de la instalación de termoeléctricas a carbón, la
inundación de tierras para generación hidroeléctrica o la disposición de
rellenos sanitarios, solo por mencionar casos chilenos del último tiempo.
Ahora bien, sin
pretender entrar aún a la cuestión ética y moral que supone discernir sobre
temas profundamente controvertidos en materia económica, medioambiental y
humana, debemos si esclarecer que determinar y establecer “zonas de sacrificio”
importa una decisión política y técnica de daño al medioambiente y a las
personas y no como a veces se intenta disfrazar, como daños colaterales
imprevisibles. Hay decisiones de carácter técnico que implican el desarrollo de
industria altamente nociva a menor costo de instalación y producción, mediante
el uso de tecnología agresiva con el medioambiente y contra las personas, por
cuanto, cuando se toma la decisión de emplazarlas en una comunidad, se condena a
esta irremediablemente, negándoles derechos básicos inherentes a su condición
de personas, por no mencionar los daños ecológicos además.
Entonces, cabe
preguntarse cómo se produce esa decisión sobre el territorio y las comunidades.
Pues bien, la evidencia es vergonzosa: se hace en contra de comunidades pobres,
periféricas y que son “deshumanizadas”, ya que se les sitúa en una categoría
por debajo de la jerarquía “humana”, lo que explica por qué ellos sí son posibles
de sacrificar en favor del bienestar de otros. Ese despojo es posible por otra
condición política que es la falta de representación efectiva y organización de
base, como lo muestra la bibliografía consultada. Una vez que una comunidad
afectada se objetiva y se empodera, presionan para la resolución del daño, en
luchas que parecen interminables y que solo la voluntad de vivir empuja y
sostiene.
En
Norteamérica, Centroamérica, Asia, Africa, en fin, donde sea que encontremos
“zonas de sacrificio”, lo que en realidad estamos observando es la muestra
palpable de la indolencia para producir unos dividendos económicos a menores
costos, que si se produjeran con la tecnología y los cuidados que se deben. No
es esta una lucha desde la dicotomía de producir o no producir, sino más bien
de producir de manera sustentable, aunque la ganancia se estreche.
La verdad es
que no haría falta en absoluto llegar a saber de economía o ciencia
medioambiental para comprender que al caso, el imperativo moral que nos asiste como
comunidad informada es indagar en favor de la verdad y una vez dibujados sus
lindes, sentir como propio el dolor producto de la postergación y el perjuicio
al que son sometidas comunidades completas a causa, no del progreso, sino de
los mínimos costos económicos posibles con que se pretende el progreso. Es el
caso de los “hombres verdes”, abuelos, padres y esposos de las mujeres en lucha
de Quintero y Puchuncaví, trabajadores que en estas décadas han ido muriendo
inexorablemente a causa de la contaminación a la que fueron expuestos decididamente.
Los “hombres verdes”, decolorados por el cáncer, nos deben hacer reflexionar
profundamente sobre la humanidad del progreso desprovisto de ética y cordura.
Como en la caricatura al inicio, la cuestión no
es si estamos todos o no en la barca del progreso, sino si es ético y moral que
los costos se los lleven unos pocos por débiles, invisibles, mudos o peor aún,
por haber sido despojados vergonzosamente de su condición humana.